Canción mexicana compuesta por Rubén Fuentes en 1964
Según el compositor fue escrita después de un paseo por la playa, donde su hijo le comentó que las mujeres que llevaban bikinis, deberían llamarse bikinas.
Solitaria, camina la bikina
la gente se pone a murmurar
Dicen que tiene una pena,
Dicen que tiene una pena, que la
hace llorar
Altanera, preciosa y orgullosa
No permite la quieran consolar
Pasa luciendo su real majestad
Pasa, camina, los mira sin verlos
jamas
La
Bi ki na, tiene pena y dolor
La
Bi ki na, no conoce el amor
Altarnera, preciosa y orgullosa
No permite la quieran consolar
Pasa luciendo su real majestad
Pasa, camina, los mira sin verlos
jamas
La Bikina, tiene pena y dolor
La Bikina, no conoce el amor
Altanera, preciosa y orgullosa
No permite la quieran consolar
Dicen que alguien ya vino y se fué
Dicen que pasa la vida llorando por
él
Dicen que pasa la vida llorando por
él
Dicen que pasa la vida llorando por él
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Sin embargo cuenta la leyenda que, en una noche tormentosa cruzó por el espacio un lucero luminoso, que
fue a chocar contra la cima de un monte, y Pedro, un campesino que había
seguido la trayectoria del meteoro, corrió hasta donde presuntamente se
había estrellado. Cuál no sería su sorpresa al ver que en el lugar se
hallaba una recién nacida abandonada a su suerte.
El indígena la recogió y fue a contar al padre Gonzalo lo que había ocurrido, el sacerdote al ver que no aparecían los padres, la depositó en un convento cercano con las madres Carmelitas.
La niña creció entre las monjas y cada día sus ojos azules resaltaban
más ante la negrura de su cabellera.
A raíz de los problemas de la Iglesia con el Estado, los cristeros en 1925 asaltaron el convento, de pronto
la puerta se vio abatida por un pelotón del ejército que entró con furia
destruyendo lo que encontraba en su camino, y ante los incrédulos ojos
de las monjas, cayó la superiora por un tiro en la cabeza cuando trataba
de impedirles el paso.
Carmen resultó siendo el blanco de los hombres, que al verla se
quedaron prendidos de su belleza. Uno de ellos la tomó en vilo y la sacó
del lugar y se la llevó, era el capitán Humberto Ruiz. La chica estuvo
inconsciente durante días y la fiebre hizo presa de ella; era su estado
emocional lo que la tenía tan desgastada. Encerrada 17 años, sin saber
de la vida, de pronto había sido ultrajada, sin entender siquiera qué le
había ocurrido: sólo sabía que prefería morir antes que seguir aquel
martirio y como una defensa de la naturaleza, permanecía inerte.
Despertó al fin y lo primero que vio fueron los ojos acerados de
Ruiz, quien le devolvió una sonrisa al verla volver en sí. Ella trató de
incorporarse y él no se lo permitió, le trajo agua y con dulzura le
limpió la frente con un pañuelo. Así estuvieron por días, él amable,
atento y servicial, no la tocaba más que para acomodarle la almohada o
para darle de comer y asearla un poco. No hubo el menor diálogo entre
ellos, se diría que no existían las palabras. El intentó romper aquel
silencio, pero ella parecía muda.
Pasaron tres estaciones y llegó el invierno; el capitán la cargó y la
llevó a un lugar más acogedor. Allí, ante las llamas de una chimenea
campestre, le besó las manos y llorando le pidió perdón y salió,
dejándola sola para siempre.
Carmen olvidó su nombre y todo lo relacionado con su persona, y
alguien le puso La Bikina. Caminó por varios pueblos y haciendo trabajos
domésticos se mantenía. Ningún hombre podía acercársele, pues respondía
como una fiera ante cualquier insinuación y se daba a respetar, pero
intrigaban su soledad y su mutismo. El destino la puso nuevamente frente
a Ruiz, y en esta ocasión ella le sonrió sin decirle nada, pero aceptó
caminar su mismo rumbo.
Vivieron una noche de amor incomparable y ya para el amanecer ella
salió del lugar, subió a la montaña y, como la última estrella de
anochecer, se perdió en el firmamento.
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